Nostalgia tras la ventanilla del bus

Por Yeison Camilo García

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Foto: Yeison Camilo García

Durante la segunda semana de agosto se celebraron las “Fiestas del Agua” en San Carlos, Antioquia. Mi familia aprovechó esos días para viajar al pueblo de donde salimos forzosamente hace 13 años, debido al conflicto armado. Esta es una descripción del regreso; una mirada del paisaje a través de la ventanilla del bus.


Es la una de la tarde de un lunes festivo, último día de celebración de las “Fiestas del Agua” en San Carlos. Pedro, Auxilio y sus dos hijos: Daniela y yo, Yeison, esperamos el bus que nos traerá de regreso a Medellín. Estamos parados a la orilla de una calle principal del pueblo, a unos metros del cementerio municipal. Antes de que nuestro transporte pase, lo hacen varias motos y camionetas de turistas que llegaron este fi n de semana y ahora abandonan el pueblo en manada.

Han transcurrido cinco minutos de espera. El sudor corre por nuestras frentes, mientras nos vemos dibujados a modo de siluetas en el pavimento. Al fi n nos recoge el bus; tomará la ruta que conduce al municipio vecino: Granada. Adentro, los viajeros comparten un aire caliente, casi espeso, con olor a alcohol y sancocho. Atrás, dejamos un pueblo del cual cerca de 20 mil de sus 25 mil habitantes se desplazaron durante la época más dura del conflicto armado.

A través de la ventanilla abierta, veo el paisaje correr como una suma de fotogramas a alta velocidad. A ambos lados de la vía aparecen fincas ostentosas, con casas de varios pisos y quioscos; algunas tienen piscinas y camionetas aparcadas en los rieles de la entrada. Se escuchan canciones de reggaetón y vallenato a un volumen que se filtra momentáneamente dentro del bus. Todo eso donde antes estaban las casas humildes y las tiendas de víveres de los campesinos.

El uso de la tierra –y el paisaje– ha cambiado en la última década. Y los dueños ya no son quienes solían ser; ni lo serán, a juzgar por los anuncios de venta de lotes clavados en los potreros. Solo en la lejanía, quizás a horas de camino por carretera destapada y trochas abiertas por el pisar de las botas y los cascos, se alcanzan a divisar algunas casas con cultivos de café y cañaduzales; cerca de otras, las vacas pacen tranquilamente debajo de los guayabos.

Allá sí están los campesinos, en sus labores, cuidando los cultivos y animales que los necesitan sin importar si es martes, domingo o festivo. Muchos de ellos resistieron a la confrontación entre guerrillas y autodefensas; de ahí el arraigo por sus terruños. Otros, como el tío Egidio –que tiene su casa en la vereda Dinamarca– y algunos señores que conversan en las sillas de adelante, no quieren pero se sienten avocados a vender sus parcelas porque “los jóvenes ya no quieren trabajar la tierra”.

Unos más, como nosotros, se desplazaron luego de una de las 33 masacres que tiene registradas el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) en San Carlos a partir de 1988.

Cuando iba siendo la media noche del jueves 16 de enero de 2003, guerrilleros del Frente IX de las FARC asesinaron a 18 campesinos en las veredas Dinamarca, Dos Quebradas y La Tupiada, donde vivíamos. En la mañana siguiente, tomamos el bus de las 11 con destino a Medellín.

Han trascurrido 13 años desde entonces, y 20 minutos de viaje. El bus se detiene junto al puente de La Arenosa, una de las 76 quebradas y seis ríos que fluyen por el pueblo. Por esa riqueza hídrica, aprovechada para construir hidroeléctricas, empezaron las disputas territoriales y militares. El bus arranca nuevamente; desde la última silla de atrás veo a mis padres mirar por las ventanas con talante nostálgico, extrañando la vida campesina que amaron durante décadas.

 Por fi n, lejos del pueblo, empiezan a aparecer casas pintadas con cal blanca y colores cálidos, casi tanto como las flores de sus jardines. En una de ellas, una mujer recostada contra el marco de una puerta mira hacia el patio, donde dos niños y un perro corretean a varias gallinas. En el corredor, un hombre sin camisa reposa en una silla de madera junto a un racimo de plátanos recién cortado. Podrían ser, supongo, parte de los 15 mil sancarlitanos que han retornado, según la Unidad de Víctimas.

Más adelante finaliza la vía pavimentada e inicia la carretera destapada. El ayudante del conductor cierra las ventanillas y enciende el aire acondicionado. Afuera, la nube de polvo amarillo que deja el bus a su paso cubre amargamente las fachadas de las casas, cada vez más distantes, menos habitadas. Están cerradas con candados y algunas tienen rayones difusos de aerosoles rojos y negros, como los que utilizaban guerrilleros y paramilitares para decir que estaban “presentes” o para dejarles mensajes amenazantes a los “sapos”.

De otras casas –como la nuestra en La Tupiada– queda menos que eso: paredes humedecidas por la ausencia de techos, puertas y ventanas; pisos cubiertos por musgo y rastrojo; objetos casi extintos de quienes las habitaron antes de ser asesinados, desaparecidos o desplazados, principalmente entre los años 1998 y 2005. Esas ruinas y los fantasmas del despojo quisiera no verlos más; y al parecer mis padres, que van dormidos, arrullados por los saltos traviesos de la carretera, tampoco.

Entonces, para ser consecuente, cierro los ojos, recuerdo la felicidad que reflejan los rostros de mis tíos cuando regresan en “chiva” a sus veredas y deseo que en algún momento, cuando haya paz, esas casas sean totalmente reconstruidas y las familias desterradas puedan retornar. Entre tanto, me acomodo en la silla e intento dormir sosegado por el sonido de un bolero que puso el conductor. “Si hoy fuera ayer/ por dios que no la dejo partir/ si hoy fuera ayer (…)”.

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