Los retos del plebiscito

Rubén Darío Zapata

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Foto: deracamandaca.com

Evidentemente el acuerdo logrado en las negociaciones hacia la paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC es imperfecto, como lo sería cualquier otro acuerdo de esta naturaleza. Se trata de una negociación entre dos actores que se han confrontado durante muchísimos años, justamente por la incapacidad de reconocer y legitimar al otro. Y, efectivamente, el resultado final tiene mucho que ver con la correlación de fuerzas. No se trata directamente de la instauración de la paz, pues esta se construye en un proceso en el que se involucre toda la sociedad, partiendo de mejores condiciones para la organización y participación de los sectores populares. Eso es justamente lo que busca el acuerdo.

Y es cierto que el plebiscito ya no fue el mecanismo perfecto para convocar una participación real de todos los sectores, de hecho es el escenario de participación más pobre posible. Pero no por las razones que esgrimen los uribistas cuando impulsan la campaña por el no. Ellos fueron los únicos invitados, casi con ruegos, para que participaran en el proceso, acaso temiendo su capacidad e intención desestabilizadora.

Resulta como mínimo ridículo que los acuerdos de paz entre el gobierno y las FARC tengan que resolverse en un plebiscito, cuando la misma Constitución Política de Colombia le concede al presidente de la República facultades especiales para negociar con los grupos insurgentes (lo cual no implica eximirlo de ingeniar mecanismos efectivos para la participación de la gente en el proceso). Por eso, asumiendo tramposamente que las Autodefensas Unidas de Colombia también le disputaban la legitimidad al Estado y no eran simples paramilitares que hacían el trabajo sucio de este, el gobierno de Uribe Vélez desarrolló unos acuerdos con esta organización sin someterlos a ningún mecanismo de refrendación.

El uribismo simplemente no quieren un acuerdo con la insurgencia porque no reconoce en ella a un interlocutor político (estatus que en su momento intentaron darle a los paramilitares) y, por lo tanto, no está dispuesto a reconocer ninguna de las demandas históricas por las que ese grupo se alzó en armas. Para el uribismo, la única solución, no al conflicto social y armado, porque según él no existe, sino al terrorismo, es exterminar a la insurgencia o encerrarla en las cárceles, no importa a qué precio ni mucho menos quién pague este precio. Esto recuerda, desde luego, los falsos positivos que se pusieron de moda en el gobierno de Uribe (cuando el actual presidente era ministro de defensa), la violación de la soberanía de los países vecinos, la judicialización de líderes sociales con información extraída de computadoras que resistían hasta los más cruentos bombardeos, y la campaña abierta para que los insurgentes asesinaran a sus comandantes.

Por eso sus argumentos para invitar a votar por el no son de oficio, más contra el sí que por el no, en realidad no presenta una alternativa sino una simple negación de que la paz pueda lograrse por la vía negociada. Y estos “argumentos” los lanzan como rumores irresponsables sin coherencia ni sustento alguno, simplemente para confundir a una población a quien los medios masivos previamente han diezmado en su capacidad de juicio y discernimiento: que en los acuerdos el gobierno le está entregando el país a las FARC, que éstas son ahora el grupo político más poderoso del país, que Timochenko es prácticamente el autor de una nueva Constitución, y será el próximo presidente de Colombia, que ahora sí el país se lo tomó el castrochavismo. Ni siquiera vale la pena discutir estos chismes, por fantasiosos y alejados de la realidad de los acuerdos. El problema es que de tanto repetirlos en los medios masivos y en las calles están haciendo mella en muchos colombianos que todo el tiempo han esperado que le digan por quién votar y no por qué.

Los argumentos que tocan directamente algunos puntos de los acuerdos son simplemente cínicos y descarados. Por ejemplo, se duele Uribe de que los miembros de las FARC, siendo ésta según él la más grande organización “narcoterrorista” del mundo, no vayan a pagar un día de cárcel ni puedan ser extraditados. Para ello alega que en su gobierno los paramilitares que cometieron delitos importantes pagaron cárcel y quienes siguieron delinquiendo desde allí fueron extraditados expresamente por su voluntad. Ese es un argumento falaz que hoy desmienten los mismos paramilitares.

En una entrevista reciente con la W Radio, Rodrigo Pérez Alzate, quien fuera conocido con el alias de Julián Bolívar, reconoce que la primera ley que el gobierno de Uribe presentó al Congreso para definir el marco jurídico para las desmovilizaciones, la llamada ley de alternatividad penal, contemplaba que las condenas las pagaran los paramilitares en granjas agrícolas, trabajando y capacitándose. También dice que en aquel entonces se había llegado a un acuerdo con el alto comisionado para la paz en el sentido de que los jefes paramilitares pedidos en extradición “jamás” serían extraditados. La ley de alternatividad penal no fue aprobada en el Congreso y en su remplazo se aprobó la ley de justicia y paz, que definió un tiempo máximo de ocho años de cárcel para los paramilitares que confesaran crímenes atroces. Y al final, Uribe sorprendió con la extradición de los máximos jefes del paramilitarismo, justo en el momento en que empezaban a contarle al país las atrocidades cometidas y a delatar a los políticos y empresarios que los habían financiado, empleado y patrocinados.

El otro aspecto en el que el uribismo recala para rechazar los acuerdos en su conjunto es lo que tiene que ver con la participación política de los exguerrilleros. Y para ello recurre como siempre a los aspectos pasionales que nublan la razón de sus seguidores. “No me gustaría ver a Timochenko de presidente”. En términos generales, Uribe insiste en que sería indigno para la clase dirigente, “honesta”, de este país tener que enfrentarse en el Congreso con “terroristas” y “asesinos”, en igualdad de condiciones. En ese sentido, el único enfrentamiento que Uribe aceptaría con la insurgencia sería el del combate armado, donde soldados pobres tratan de aniquilar a guerrilleros pobres, mientras él y sus amigos políticos gobiernan cómodamente y emiten leyes a su favor desde el Congreso, sin tener que discutir con nadie.

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Foto: http://www.ucaldas.edu.co/

Lo más cínico es la desmemoria planificada de la que hace gala el uribismo. Se le olvida, por ejemplo, que cuando Mancuso habló ante el Congreso, en medio del proceso de negociaciones de los paramilitares, se ufanó de que  ellos ya tenían allí una cuota del 33%, y la iban a multiplicar después de la desmovilización, cuando ya pudieran hacer política abiertamente. Y efectivamente, empezaron a descubrirse los nexos entre los políticos más “respetables” de este país, la mayoría de la bancada uribista, y los paramilitares, muchas veces por las declaraciones de estos últimos. Entonces se desató el escándalo de la parapolítica. Y el presidente Uribe Vélez ni siquiera se ruborizó cuando les pidió a los congresistas de su bancada que no dejaran de votar sus proyectos mientras no fueran condenados, cosa que le sucedió a la mayoría.

También se olvida el uribismo de que el primer proyecto presentado como marco jurídico para las negociaciones con las autodefensas contemplaba justamente la participación en política de esta organización y que fue la Corte Constitucional quien tumbó estas pretensiones.

Así las cosas, no queda más que concluir que los argumentos esgrimidos por el uribismo contra los acuerdos entre gobierno y FARC no logran poner en cuestión realmente tales acuerdos sino la seriedad y la ética de este grupo político, que apela a la pasión y al cinismo para confundir y enredar a un pueblo cuyo criterio propio hace rato fue arrebatado por la propaganda mediática. Uribe, desde luego, no es un desmemoriado, simplemente confía en la desmemoria del pueblo; además, conoce y aplica bien el principio del jefe de propaganda de Hitler, según el cual, una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad incuestionable.

Justo por eso es necesario estar despiertos en este tiempo que queda para la realización del plebiscito y no confiarnos de las supuestas encuestas que muestran al sí doblando al no en la intención de voto de los colombianos. No es suficiente con demostrar la incoherencia política y deshonestidad de los uribistas para rechazar los acuerdos. Primero porque en política las cosas pueden cambiar de un día para otro, máxime cuando el contrincante hace gala de tanto cinismo y ha dado muestras históricas de recurrir a cualquier estrategia, legal o ilegal, honesta o deshonesta, para imponer sus intereses. Uribe y sus amigos, que cuestionan tanto la aparente impunidad que ronda estos acuerdos con las FARC, lo que realmente se juegan es la preservación de su propia impunidad, en riesgo si su poder político se sigue debilitando. Por eso aseguran que si llegara a ganar el sí en este plebiscito, ellos simplemente recompondrían las cosas en el 2018, cuando ganen la presidencia, porque están seguros de que la ganarán. Eso indica también que esta campaña contra los acuerdos es realmente una campaña velada por la presidencia del 2018, la única posibilidad, además, de detener las investigaciones en su contra por corrupción y vínculos con el paramilitarismo y el narcotráfico.

Tampoco hay que estar confiados en las encuestas ni en la supuesta campaña gubernamental por el sí, porque en este proceso el gobierno no es realmente un amigo de la paz. Solo trabaja por unos acuerdos con la insurgencia que le permitan afianzar su modelo económico y posicionar la actividad de las transnacionales en el territorio. De hecho, frente al tema de participación política, el presidente Santos ha recalcado que se trata de un mal necesario, de una concesión que hubo que hacerle a las FARC por la correlación de fuerzas existente. De hecho, se ufana diciendo que en este sentido, si las FARC insisten en sus ideas, “anacrónicas” según él, seguramente fracasarán en política. Y esto lo da como un parte de victoria: aquí no se ha concedido nada porque finalmente esto no le servirá de nada a las FARC. Quiere decir que estas negociaciones por parte del gobierno no partieron del reconocimiento político de la insurgencia, de la aceptación de que sus demandas, ideales y posiciones políticas e ideológicas eran legítimas y podían enriquecer en el debate nuestra democracia (sobre todo en un momento en que la fuerza de oposición más importante a un gobierno de derecha es la ultraderecha uribista). Parte solo de la idea de que hay que hacer algunas concesiones a la insurgencia para evitar desventajas peores.

Eso en lo que tiene que ver con la posición de la ultraderecha de este país a los acuerdos de paz, y los cuidados que le dispensa el gobierno, lo cual es una reacción apenas lógica. Pero también resulta preocupante que algunas organizaciones sociales y populares estén contemplando la posibilidad de no votar el plebiscito o votar por el no, bajo el argumento de que en este acuerdo no se logran transformaciones estructurales, que las FARC prácticamente cedieron en todo solo a cambio de su participación en política, como si este no fuera un logro suficientemente importante no solo para las FARC sino para todo el país.

Esta posición entraña un profundo desconocimiento de lo que es un acuerdo de paz y, sobre todo, ignora las condiciones concretas en las que este acuerdo se ha llevado a cabo. Solo cuando un actor gana la guerra en el terreno militar impone sus condiciones, en sentido contrario hay que llegar a acuerdos entre las partes. Lo más importante es que se le quita intensidad a la guerra y se abren espacios para lograr las transformaciones sociales en otros escenarios y mediante otros mecanismos. En estos acuerdos, aunque sea a regañadientes, el gobierno ha aceptado que durante más de medio siglo, a pesar de la guerra sucia que ha desarrollado, a pesar de la ayuda militar recibida de los Estados Unidos, a pesar de la estrategia de quitarle el agua al pez para aislar a la insurgencia de sus bases sociales, lo cual implicó la persecución, judicialización y aniquilamiento de varios sectores del movimiento popular, no pudo ganar la guerra. Que no fue suficiente el poderío militar, porque el combustible de esta guerra lo constituye también el descontento de los sectores populares con la desigualdad, la pobreza y la exclusión que históricamente han producido las políticas estatales. Es cierto que en los acuerdos de paz no se discutió el modelo económico, pero una vez abierta la estructura política a la participación de sectores sociales con proyectos económicos y políticos alternativos bien definidos, el modelo económico y las políticas y estrategias de la élite del país no podrán sustraerse más al debate ni permanecer blindadas frente al cambio.

Eso es un argumento suficiente para votar por el sí. Pero, además, resulta paradójica la actitud de oponerse, desde la comodidad de las ciudades, a unos acuerdos que ponen fin a la confrontación armada que por más de medio siglo han dejado millones de víctimas, en su mayoría campesinos civiles. Resulta muy cómodo clamar por la continuidad de la guerra cuando esta afecta sobre todo a otros. Pero no podemos ser miopes ante el dolor y la zozobra que durante años han enfrentado las comunidades en los territorios donde la guerra se ha desarrollado con más intensidad. Si pensáramos en lo que significa para estas comunidades el fin de los combates y todo lo relacionado con la guerra en sus territorios, no podríamos albergar ninguna duda sobre cuál debería ser nuestro voto. Además, no es humanitario pedirle a otros que se hagan matar por nuestros ideales de sociedad, con el argumento de que las negociaciones no promueven grandes transformaciones en ella.

En la implementación de los acuerdos se juega de nuevo la participación de la ciudadanía y la presión sobre las instituciones para abrir el camino de verdad a una paz que implique a los territorios e impacte la cotidianidad de las comunidades. Habrá que esperar el desarrollo de las negociaciones con el ELN, que ojalá logren para la sociedad avances en algunos aspectos que no se pudieron lograr en las negociaciones con las FARC, sobre todo en lo atinente a ciertas transformaciones en la estructura política y económica y a la participación de las comunidades y la diversidad de sectores sociales en el proceso. Con toda seguridad será también un acuerdo imperfecto, pero de él podrá salir también una ruta de acción para empezar a construir una sociedad en paz, con justicia social y ambiental, con libertad y con espacios efectivos para la solidaridad como fundamento de los vínculos sociales.

Lo demás es hacerle el juego al uribismo, que busca mantener la guerra porque en ella ha amasado sus grandes fortunas y con el discurso que la sostiene se ha hecho a buena parte del poder político. La guerra es el manto que los envuelve y los mantiene impunes a pesar de todo el dolor, la desigualdad y odio que han sembrado en nuestro país. Para entenderlo solo basta preguntarse por la alternativa que presentan para el conflicto armado si llega a ganar el no. La respuesta nos la repite todo el tiempo desde el Congreso la señora Cabal, una de sus representantes más “ilustres”: darle bala corrida a “los bandidos”.

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