Los invisibles

Por Tatiana Machado

Ilustración de Alberto Jerez

En Colombia ser invisible no es un super poder, el verdadero poder es hacer desaparecer a otros, y no me refiero únicamente a la desaparición forzada que ha dejado en nuestra historia capítulos dolorosos, sino al arte de que a plena vista desaparezcan poblados y comunidades enteras en medio del cemento y del asfalto… en medio del anhelado progreso. Si hay un territorio pujante en el país cuyo nombre es sinónimo de prosperidad y trabajo duro, ese es Antioquia, cuya diversidad natural y cultural lo convierten en el escenario perfecto para los megaproyectos que se anuncian con bombos y platillos: Hidroeléctricas, carreteras, puertos marítimos, túneles interminables que doblegan majestuosas montañas. Es esta pues la tierra del progreso y de las promesas de una vida mejor.

Es de eso de lo que se jactan los “paisas echaos pa delante”, que no dejan que ningún obstáculo se interponga entre ellos y su visión de futuro, porque eso sí, ¡tienen un ojo para los negocios! Qué importa que el río sea el sustento de comunidades campesinas y de pueblos indígenas, ¿qué sentido tiene tener un monte ahí que no genera benéficos económicos para nadie? Se verán mejor las construcciones enormes, esas que sí generan dinero. Pero debe uno detenerse en la mágica prosperidad antioqueña para analizar y hacerse un par de preguntas más, porque oculto entre el discurso de culebreros hay un truco, una sucia trampa embellecida con artilugios baratos encarecidos por la corrupción. ¿Y la gente que vive allí? ¿Y su sustento diario? ¿En qué se benefician ellos? Pues gracias por la preocupación, y tranquilos que ellos ya tienen su parte, porque a la población de estos territorios en el mititi le toca los sacrificios, los muertos, el hambre, la desesperanza y el desarraigo.  

Tengo dos ejemplos muy claros en mi cabeza que me arden en el pecho cada vez que los gobernantes de turno se refieren a ellos en los medios de comunicación, diciendo que son motivo de orgullo y motores para el desarrollo económico del país y del departamento, estos son: Hidroituango y la carretera Mar 2. Ambos ubicados en zonas afectadas por el conflicto armado y la violencia estructural, los dos también son enormes desarrollos de la ingeniería y del desperdicio del dinero público. La carretera, esa que los antioqueños de bien tanto desean que se termine y que entre sus maravillas tiene el túnel del Toyo, el más largo de América Latina, se construyó con la promesa implícita que trae el cemento de una vida mejor y, sin embargo, las comunidades que habitan a cada lado de la carretera no vieron más que el auge de empleos en restaurantes y hoteles mientras estuvieron “los chinos”. Ahora que ellos se fueron hay construcciones desoladas y habitaciones de hotel vacías.

¿Será que el tan anhelado empleo prometido no llega porque el actual gobierno quiere a toda costa frenar la pujanza antioqueña? ¿Tal vez el presidente tiene envidia de no haber nacido con la estrella de la tierra de verdes montañas perfumadas de libertad? O puede ser, acaso, que entre el 2015 y el presente se han escurrido los dineros públicos destinados al proyecto en los bolsillos de despistados, pero sobre todo “probos” funcionarios. ¿Quién pudiera distinguir los ocultos motivos que impiden que el Urabá, al fin, sea la tierra de las oportunidades?  Lo que sí sé es que en cualquier caso el pobre pierde. Como en Mutatá, uno de los municipios que forma parte de la subregión del Urabá antioqueño, donde las oportunidades para acceder a la educación superior están determinadas por los ingresos de las familias, lo que es ridículo si se piensa que al menos el 80% de los empleos del municipio provienen del denominado rebusque y súmele la economía ilegal, cuyas monedas brillan ante los ojos de jóvenes que en la casa no tienen más que unas cuantas libras de arroz, unos hermanos y una madre atormentada por la ausencia de apoyo del padre de sus hijos.

Al 2022 el Consejo Noruego para los refugiados se encontraba revisando en el colegio del casco urbano del municipio una verificación, pues se reportaban altas cifras de deserción escolar y temían que se tratara de reclutamiento forzado de los menores. Pero, aunque tal reclutamiento estaba entre las causas, se descubrió que no era la principal: el hambre era lo que no le estaba permitiendo a los niños asistir a sus clases… Literalmente la pobreza. Hablan de las espectaculares ofertas de empleo que traerá consigo la culminación de la gran obra de infraestructura. Lo que no se menciona, mejor dicho, el truco está en el filtro de la mano de obra tecnificada, que dejará por fuera a los miles de personas de estos municipios, a quienes la educación ha sido esquiva. Porque al final ahí está la carretera, con sus puentes y sus cámaras de vigilancia para ir a Apartadó a la sede de la Universidad de Antioquia o a Turbo, o incluso a alguna institución de educación privada, una corta hora de recorrido, dos contando la ida y la vuelta, que se transforman en un obstáculo insalvable: Los 15, 20 o 30 mil pesos que cuesta el pasaje, si no es que son más… Ahí está otra vez, la condena de la no existencia, de ser invisibles.

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