Memorias de una amistad

Por Édinson Urán

Para las Madres de:  Jorge Alonso López Higuita y Juan Ramón Gallego Caro

Ilustración: Víctor Cuartas

Haciendo memorias de mi pasado, recordé, como muchas veces en mi mente, los sucesos de Ramón y Alonso, solo que esta vez, por primera vez en mi vida, decidí hablar de ello públicamente ante mis compañeros de la universidad. Lo que no tenía presente es que mi voz empezaría a flaquear y las palabras empezarían a pausarse para darle paso al dolor enmudecido del silencio que por tantos años había traído dentro.

Transcurrieron los primeros años de mi adolescencia 2004-2008 y algunos amigos, entre los que nos encontrábamos Alonso, Ramón y yo, creamos la costumbre de reunirnos algunas tardes en la esquina conocida como la caseta comunal del barrio 20 de Julio, del municipio de Urrao, Antioquia. Un lugar predilecto para hablar del amor, la amistad, la familia, los profes y el fútbol, en especial era un lugar para hablar de nuestros sueños. Alonso y Ramón soñaban estudiar y trabajar, como muchos de nosotros, para sacar a nuestras madres adelante, regalarles una casa o mejorar la ya existente. La caseta se convirtió en el lugar de confesión, para las bromas, las historias de terror, los encuentros con las novias propiciados por los bingos, organizados por la Junta de Acción Comunal cada quince días, al son de deliciosas papas y empanadas, los juegos de crayola, las canicas y la armada del año viejo de diciembre.

Los pobladores del barrio llegaron hace más de 50 años a este territorio, inspirados por las voces que comunicaban que un filántropo llamado Julio Gaviria estaba donando lotes de su finca para las personas más pobres y que a quienes tenían algunos recursos se los dejaba muy baratos para que pudieran construir sus casas. Este barrio fue el lugar donde nuestros abuelos y abuelas empezaron a construir sus casas con tablas, bahareques, costales y tejas de zinc. 

EL 20  de Julio es  un barrio que comparte la historia trágica del olvido de este país, su  arquitectura permanece intacta al paso del tiempo, sus  pobladores aún habitan casas hechas de plástico y de tablas, muchos no poseen agua potable, menos alcantarillado; sus calles  de tierra y balasto  eran arregladas con ayuda de la Alcaldía, los convites  que promocionaba  la  acción comunal y la esperanza de sus habitantes, esperanza que se fue perdiendo por los látigos sangrientos que ha producido la violencia y que ha acabado con numerosas vidas en este territorio.

Para la primera década del siglo XXl nuestro barrio fue lugar de enfrentamientos entre fuerza pública, guerrilla y paramilitares, y la población del barrio era la que más dolor vivía, debido a los asesinatos indiscriminados que cometieron y que cometen todos los grupos armados en este territorio. Para esta época empezamos a escuchar que algunos jóvenes y amigos de nuestro pueblo habían sido desaparecidos, nuestras madres se empezaron a preocupar, nos empezaron a limitar nuestras salidas por las tardes, nuestros entrenamientos de fútbol, micro y baloncesto y prohibieron nuestros encuentros en aquella esquina, aquella que fue testigo de nuestras hazañas.

El argumento con que nos defendíamos de las prohibiciones de nuestras madres era que nada temíamos para estar allí porque nada malo estábamos haciendo; sin embargo, ante los acontecimientos que estaban ocurriendo en el barrio y que escalaban a todo el país, donde miles de jóvenes estaban siendo desaparecidos y asesinados, empezamos a tener más cuidado cuando estábamos en nuestro lugar de encuentro: se escuchaban las historias sobre una camioneta blanca o una ambulancia que recorría las calles del pueblo y recogía a sus víctimas, la mayoría jóvenes, para desaparecerlos y hacerlos pasar por milicianos.

El sonido de una moto DT, después de las 6 de la tarde, era la alarma para saber que debíamos alejarnos con prisa a nuestras casas porque algo malo nos podría pasar. Con el tiempo, el sonido de la muerte que encarnaban estas máquinas se nos hizo familiar, normalizamos lo que nunca debimos normalizar, pero cada vez que las escuchábamos el miedo que revestía nuestros cuerpos se convertía en el combustible para nuestras piernas; había que correr, de lo contrario podríamos encarnar la historia de un desaparecido.

Así pasamos varios años de encuentro, al calor y el abrigo de los amigos, los partidos de fútbol, las elevadas de cometas o de papagayos hechos por Caliche: un ilustre lustrador de zapatos del barrio, quien tenía una destreza increíble para hacer estas cometas que superaban con creces nuestro tamaño. Nos reunimos en la cancha del barrio todas las tardes desde julio a septiembre, para danzar al son de la melodía de los vientos y ofrecer nuestros más artesanales pájaros a los cielos.

La noche del 8 de enero del 2008 Alonso y Ramón se encontraban en la esquina que nos vio crecer, discutiendo posiblemente los temas más propicios de su juventud: los amores de Ramón, los regalos de Alonso para su madre en el mes de diciembre, narraciones tejidas por historias de cafetales y procesos de erradicación de cultivos en los que Alonso y Ramón habían participado meses atrás. Esa noche fueron alcanzados por los sonidos silenciosos de una camioneta detenida, en espera de los hombres que patrullaban las calles del barrio con la intención de recolectar sus víctimas.

Ramón y Alonso no pudieron escapar. Víctimas de una política atroz del Estado fueron llevados esa noche fuera de su pueblo, de sus familias, de sus madres amadas, de sus amigos de infancia. Alonso y Ramón recorrieron por última vez, y al lado de sus victimarios, las calles y la esquina que cientos de veces los vio reunirse y que fue testigo de tanto amor y tanta amistad.

La madre de Ramón, Maruja, y la madre de Alonso, Mela, preocupadas porque esa noche no volvieron, madrugaron a poner en alerta a la Policía, el Ejército, Personería y Alcaldía; allí dieron la versión de uno de sus vecinos que vivía al frente de la esquina de la caseta comunal y vio cuando se los llevaron: eran hombres armados y encapuchados que los subieron en una camioneta y desde ese instante no volvieron a casa. Pero ninguna de estas entidades se movilizó para dar con el paradero de los jóvenes.

El señor Javier Presiga, persona conocida en el municipio, quien se encargaba de organizar funerales en el pueblo y con quien Alonso había trabajado anteriormente en los cortejos fúnebres, investigó con sus colegas y vecinos de pueblos cercanos; alguien avisó del paradero de dos cuerpos que se encontraban en la morgue y que habían sido supuestamente dados de baja en operaciones militares dos días atrás. Eran Ramón y Alonso, a quienes se les iba a dar sepultura como NN. Habían sido vestidos como guerrilleros y llevados a la vereda La Manga del municipio de Caicedo, Antioquia, ultrajados y asesinados. Mis amigos de infancia fueron falsos positivos, o más bien, civiles asesinados por el Estado para ampliar ante la opinión pública el triunfo en la guerra contra la insurgencia, civiles que nada tenían que ver con el conflicto.

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