Editorial No 97: El poder popular para defender la humanidad

Portada: Paper boat race at Sunny Creek, Carlsbad, California – Juan Flores

Sin lugar a dudas, el mundo está convulsionado. Eso lo prueba la guerra en Europa entre la OTAN y Rusia, que amenaza convertirse en una tercera guerra mundial en la que podría desaparecer, de golpe y por su propia mano, la humanidad entera. Lo prueba también el genocidio a cielo abierto perpetrado por Israel contra el pueblo palestino, ante la impotencia de la ONU y con la complicidad de los países más poderosos. Por estos días se dice, y con razón, que en Gaza se juega hoy el destino de la humanidad. Pero, realmente, el destino de la humanidad se juega en cada rincón de la tierra, incluyendo a Colombia, porque la convulsión del mundo se expresa también en nuestros territorios, incluso en el interior de cada uno de nosotros y nosotras.

Es cierto que en Palestina no solo se pone en juego el destino de los palestinos, sino el de la humanidad entera, porque si Israel arrasa impunemente con este territorio y su población normalizará el genocidio y, por tanto, legitimará la idea de que el más fuerte puede pisotear hasta el aplastamiento más absoluto al más débil. Pero eso también se juega en Colombia, aunque en otra escala, cuando la derecha se muestra cínicamente dispuesta a recurrir a todos los medios necesarios no solo para deslegitimar el gobierno de Gustavo Petro, sino para bloquear cualquier posibilidad de reforma y, en general, cualquier posibilidad de transformación social que haga posible algo de justicia social para los más vulnerables.

Después de décadas de neoliberalismo impuesto a sangre y fuego, es un exabrupto oponerse a reformas tan necesarias para recuperar la dignidad de los más pobres y una prueba clara de menosprecio a los débiles, y en este menosprecio se manifiesta realmente el desprecio de la élite por la humanidad, incluso la suya propia.

Oponerse a una reforma de salud para defender los intereses de las EPS, que se han mostrado indiferentes ante la suerte de los enfermos pero muy sensibles a las pérdidas y las ganancias del negocio, es ya de entrada despreciar la humanidad de los más vulnerables; igual ocurre con la oposición a las reformas laboral y pensional, en donde se evidencia el desprecio absoluto por las y los trabajadores, convertidos únicamente en instrumentos para la valorización del capital y apreciados únicamente en función de dicho capital. Si la derecha, a través de todas sus jugadas mañosas, logra imponer nuevamente su ideario, lo que impondrá realmente será el desprecio profundo que le inspiran los pobres y menesterosos de este país, y su llegada al poder dará al traste con una de las mejores oportunidades que hemos tenido para superar ese pasado de injusticia, hambre y dolor que nos ha signado.

La lucha, sin embargo, que hoy convulsiona el país no es, como han querido mostrarla los medios de comunicación, entre un gobierno de izquierda, que propende por un cambio de las estructuras sociales, y una derecha movilizada para impedirlo. La lucha realmente es entre una derecha cínica, preocupada por incrementar su fortuna, no importa cuál sea el costo social, y un movimiento popular que no acaba de perfilarse y, por tanto, no acaba de definir su proyecto social y sus formas de realización. Como parte de esa indefinición del movimiento popular nos encontramos con un gobierno que dice ser de izquierda y enfrentar decididamente al establecimiento, pero cuya historia no se ha forjado realmente en el interior del movimiento social y cuyas prácticas no se diferencian claramente de las prácticas de los partidos tradicionales.

En ese sentido nos encontramos con un gobierno que no es poder real y se enfrenta, en cambio, a los poderes de facto de este país, usando algunas veces las mismas mañas de sus adversarios. De hecho, sus improvisaciones están en buena medida impulsadas por una soberbia heredera del espíritu mesiánico y caudillista que caracteriza nuestra tradición política y se ha rodeado, a fin de poder gobernar, del mismo anillo de clientelismo y corrupción del que se rodearon los gobiernos anteriores.

Recientemente se ha convocado en Bogotá una asamblea popular con el fin de defender al gobierno, sus reformas y su propuesta de Asamblea Constituyente, a la que otras veces llama distinto. Celebramos, por supuesto, esta convocatoria, pero creemos que organizarla en torno a la defensa del gobierno y sus propuestas es dilapidarla. Nuestra necesidad más urgente hoy es la consolidación de un proceso organizativo sólido y con perspectivas de construcción de poder popular. En este caso el poder popular no se entiende como el control del Estado por parte del pueblo, lo cual en nuestras condiciones representa una abstracción, ni es un poder en función del sometimiento y la opresión de los otros. El poder popular se construye en función de eliminar todas las formas de opresión y allanar el camino para la emancipación humana.

El poder popular es el que forjamos cuando trabajamos con las y los otros en función de lograr una vida digna para todos y todas. Es La fuerza transformadora que descubrimos en el colectivo, cuando este de verdad se comporta como colectivo; es decir, cuando no se impone sobre las voluntades individuales, sino que se presenta como espacio de materialización de tales voluntades. El poder popular nace de la articulación, y no de la oposición, entre el individuo y lo colectivo, lo que implica definitivamente la necesidad de hacernos con los demás, de crecer con los otros. El que crece minimizando o destruyendo al otro no crece realmente, sino que se hincha. Eso es lo que ocurre con el Estado de Israel que ha puesto su esperanza de crecimiento en la extinción del pueblo palestino y lo que pasa en Colombia y América Latina, donde la derecha se ha apoderado del Estado como de una vaca lechera para enriquecerse a costa de los más vulnerables.

Pero trabajar con los otros y entre nosotros es difícil. Porque somos sujetos forjados por esta sociedad y las fuerzas económicas y culturales que la mueven. Más allá del discurso que profesemos, en nuestra práctica encarnamos un sujeto individualista, forjado en el capitalismo, egoísta, competitivo y dispuesto a arrasar con los vecinos, con los amigos, con pueblos enteros si es necesario para lograr nuestros intereses, que a veces no son más que caprichos. En esta actitud, por ahora, la izquierda no es muy distinta a la derecha. Por eso, la construcción del poder popular demanda, entre otras cosas, la destrucción del individuo burgués que llevamos dentro y la disposición a trabajar con los y las otras unidos por la lógica de la solidaridad y de la compasión con el que sufre. Se trata entonces de un poder que se construye desde abajo, en la vida cotidiana misma, tejiendo comunidad en los territorios y fortaleciendo los procesos de transformación subjetiva, individual y colectiva.

La vocación del poder popular, más allá de la toma y transformación del Estado, implica la apropiación y transformación de nuestras condiciones externas e internas de vida, lo que en determinados momentos históricos demanda la toma y transformación del Estado. En todo caso, el poder popular, poder de los sectores populares organizados, se materializa en la construcción de un proyecto social y humano de largo plazo que no puede quedarse en definir el apoyo o no a un gobierno determinado. Si bien eso se hace necesario en determinados momentos, no debe confundirse con el propósito último de un movimiento popular bien organizado, que apunta a la transformación radical de nuestras condiciones de vida.

Contraportada: Sin título – Wafa Nashashibi

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