Temblores

Por Camilo Jaramillo

Imagen de referencia

Anoche, cuando tembló tan fuerte como si la tierra fuera a partirse, no pensé en el fin de los tiempos ni en los jinetes del apocalipsis cabalgando por el cielo. Ni siquiera pensé en salir de la cama. Pensé en otra cosa. Pensé en el 2 de diciembre de 1993, cuando mataron a Pablo Escobar. Entiendan, no es que me importe mucho que hayan matado a Pablo Escobar (yo tenía once años entonces y el capo de capos era apenas un imagen difusa que veía en la televisión, donde se anunciaba recompensas por su captura), sino que esa fecha la recuerdo con nitidez porque fue el mismo día en que se cayó mi casa. De veras. Se cayó mi casa. O no toda mi casa, pero sí una parte importante. El techo se desplomó aplastando a mi hermana y seis de sus amigas, que en ese momento hacían un trabajo escolar con ella. Sí, el 2 de diciembre de 1993, a las siete y media de la noche, en Abejorral, Antioquia, el mismo día en que mataron al narcotraficante más buscado del mundo.

Yo estaba en la calle hablando con mis amiguitos de lo único que se hablaba aquel día en Colombia, o sea del cuerpo abaleado de Pablo, cuando zas, el bombillo de la fachada estalló, la puerta voló a la mierda y se vino abajo el techo. Como la casa era de tapia, se levantó una nube de polvo que cubrió casi todo el parque. Porque mi casa quedaba a un costado del parque principal del pueblo, en la misma esquina donde ahora hay un billar y una heladería. Y todo fue confuso como después de un terremoto o como debe ser cuando estalla una bomba. Un humo amarillo que no dejaba ver ni las narices y la certeza de que ya nada era ni iba a ser igual. Pero yo lo vi, lo vi todo: el bombillo estallado, la puerta reventada, el techo en el piso, el polvo amarillo. Escuché ese estruendo gutural, sentí un temblor a mis pies. Al momento, caí en la cuenta de que mi hermana estaba allá adentro, quizás muerta. Entonces corrí hacia el destrozo diciendo eso: hermanita, hermanita, sin entender muy bien qué era qué ni por dónde comenzar a buscar su cuerpo.

Lo demás lo recuerdo menos. Basta con decir que mi hermana no murió, como tampoco murió ninguna de sus amigas. Fueron saliendo una a una de los escombros, doradas de polvo. Al otro día me enviaron a Medellín, a lo mejor porque mi participación en la reconstrucción era inútil o porque lo único que hacía era llorar y sentir vergüenza. Mi último recuerdo, antes de partir, fue ver cómo unos trabajadores tumbaban una tapia que había quedado en pie y cómo la gente en el bus hablaba del milagro. No sé si fue tal: al escuchar el primer estruendo mi hermana y sus amigas se resguardaron debajo de un escritorio y eso las salvó. Un mes después, cuando regresé al pueblo, el espacio que había sido la parte frontal de mi casa era una explanada donde, con los años, se construiría una nueva vivienda en ladrillo y cemento. Mientras tanto, seguimos habitando la parte trasera, donde hoy es el hotel San Fernando. En realidad, la parte que se cayó era la menos importante: había una bodega, un patio grande, un corredor, un estudio. Los cuartos y la cocina quedaban atrás, y se salvaron. A lo mejor, de lo que trata esta historia es sobre eso, sobre lo que significa seguir viviendo en la parte que no se llevó el desplome.

¿Qué me decía que el resto de la casa no se iba a caer? La parte de adelante no se vino abajo por un temblor, tampoco hubo anuncios de paredes resquebrajadas: simplemente se cayó. Aun así, ni papá ni mamá parecían asustados al seguir viviendo ahí; ni siquiera mi hermana, que había visto todo desde adentro. No recuerdo prevenciones especiales, revisiones a la estructura, columnas de refuerzo. Era como si no hubiera pasado nada, como si la vida tuviera que seguir de cualquier modo. Como si, más allá de un desastre, se tratara de una oportunidad. Solo yo parecía asustado siempre. Cada que había un sacudón de tierra, por mínimo que fuera, yo sentía que el mundo se desbarrancaba. Imaginaba los techos en el piso, las tapias cubriéndome. Cuando la banda del liceo marchaba frente a mi casa también era cosa de pánico. Cada golpe de los tambores movía un poco las paredes, rebotaba en mi interior. En mi sicosis, podía sentir el crujir de las maderas, los clavos doblándose. Revisaba zonas de escape, escritorios dónde esconderme. Mientras que mamá, papá y mi hermana seguían de lo más tranquilos mirando el desfile, confiando en la vieja estructura de la casa.

Pasaron varios años así. Yo, entre el vértigo constante, la prefiguración del destrozo, y mis papás y mi hermana sin mencionar esa posibilidad atroz. Al final terminé por sumarme a ellos y no pensar más en eso. Si la casa crujía, ya no salía corriendo; si la procesión pasaba retumbando sus bombos, la veía pasar. Entendí que había algo noble en esa actitud de mi familia. Era como si dijeran: si la casa se ha de caer, que se caiga; si se ha de caer, que nos sepulte a todos. Alguna vez, mientras viajábamos en el Ford 78 de papá, el carro quedó sin frenos bajando a una vereda llamada El Cairo. Nadie pensó en lanzarse. Seguimos los cuatro ahí, con el carro rodando cada vez más rápido, hasta que papá encontró un barranco dónde montar las llantas. No es que no hubiéramos sentido miedo, sino que éramos un equipo, y los equipos no se abandonan. Ahora que lo pienso, fuimos en eso como los músicos del Titanic. Veríamos hundirse el barco sin dejar de tocar. Solo que al final ellos se fueron muriendo no por terremotos ni muros que caen, sino por otros colapsos más sencillos y a la larga más dolorosos como los de la enfermedad. Supongo que de eso se trata la vida, pero igual sentí cierta traición. Y con su traición volvieron los temblores. No ya los de tierra, que dejaron de importarme, sino los que se llevan por dentro, esos que no se miden en una escala de Richter.

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